17-Septiembre-2011
Endi.com
De edificios y arquitectos
Los edificios son quizás los objetos más usados, más vistos, más criticados y más recordados, estos techan, albergan y posibilitan la actividad para la cual han sido concebidos.
Hace ya algunos años, en ocasión de un Congreso “multidisciplinario”, me tocó reflexionar junto a un grupo de excelentes artistas plásticos acerca de las similitudes y diferencias que existen entre un edificio y una escultura, así como entre un arquitecto y un artista. Tuve entonces la oportunidad de compartirles mi visión de que un edificio es “objeto de memoria”; es lo que recordamos de un viaje, lo que llegamos a conocer aún a oscuras, el custodio de nuestra intimidad, ensamblaje de nuestra actividad y el estuche protector de nuestra fragilidad.
Los edificios son quizás los objetos más usados, más vistos, más criticados y más recordados; estos techan, albergan y posibilitan la actividad para la cual han sido concebidos. Con el transcurrir de la historia a ellos les exigimos mucho más que el simplemente refugiarnos de las inclemencias del tiempo. La misión de un edificio ha aumentado en cantidad y complejidad, sofisticándose y especificándose cada vez más. Entre otras cosas, esperamos que nos provean confort, viabilicen nuestra agenda, procesen y nos mantengan libres de los desperdicios que nosotros mismos producimos; nos garanticen seguridad manteniéndonos separados, pero al mismo tiempo conectados y no excluidos de ese contexto que nos rodea. Consecuentemente podemos afirmar que un edificio es un complejo mecanismo de apoyo a nuestra vida y a las exigencias de nuestra cotidianidad, por lo que debiese responder al problema de diseño procurando la inclusión y el empleo diestro de las tecnologías disponibles en el momento histórico que es concebido.
Nuestros edificios son sin duda objetos de una gran vocación tecnológica. Pero así como tantos otros artículos de uso cotidiano, su componente tecnológico no debe impedir una expresión estética adecuada. La técnica debe contemplarse temprano en el proceso de diseño, para evitar así que sus dispositivos luzcan como “artefactos” no previstos, tardía y torpemente añadidos a grado tal que lleguen a distraer de otra de las encomiendas primordiales de la buena arquitectura: su “Imagen”.
Un edificio debe responder a un propósito ulterior de carácter casi histriónico, interpretando y reflejando en sus formas y en su tectónica la intención de sí mismo, aquella para la cual fue concebido. De ahí que podamos reconocer un templo y distinguirlo de una residencia, o poder diferenciar un edificio de oficinas de un simple almacén. Esta diferenciación tipológica es esencial para la esquematización y clasificación del paisaje construido, así como para la comunicación y entendimiento no verbal entre los seres humanos. La buena arquitectura, entonces, debe siempre incluir ese valor añadido que trasciende lo evidente para convertirse en un comunicador constante de su razón de ser, a nivel individual y colectivo.
Un edificio es también y antes que nada un objeto material, por lo que su materialidad es esencial y el manejo adecuado de la misma es una de nuestras mayores responsabilidades como arquitectos. No existe arquitectura de excelencia que no contenga una selección acertada de materiales y una inclusión ordenada de sistemas. Es por tanto fundamental el que los arquitectos en nuestro producir nos mantengamos alertas de lo ya mencionado, aceptando el compromiso de entender el funcionamiento y los atributos de las partes del objeto. Debemos habituarnos a incluir en nuestro proceso de selección la evaluación del comportamiento y desempeño de los componentes de nuestros edificios, así como la manera en que los atributos de estos limitaran, aportaran y/o de alguna forma habrán de modificar la expresión última de nuestra Propuesta.
Peligrosamente, en estas últimas décadas nos hemos acostumbrado a conceptualizar nuestra arquitectura en el ambiente “ingrávido” y “aséptico” de los monitores de nuestras computadoras. Ese ambiente donde todo se puede, donde nada se deteriora, donde la gravedad no es factor. Ese ambiente irreal donde la fuerza de los vientos no actúa, el arrastre de las aguas o la inestabilidad de los suelos no existe. En nuestras pantallas los techos son tan extendidos como se nos antoje y las paredes no pesan; por el contrario, nuestros modelos flotan y orbitan mágicamente ante nuestros ojos. Pero el objeto arquitectónico real, ese que todos deseamos alguna vez ver ejecutado, ese edificio en el cual queremos adentrarnos para caminarlo y participar de él, ese no ocurre en la perfección cibernética de un ordenador. En ese objeto último y real sus techos tienen que ser apoyados, sus paredes cargan miles o decenas de miles de libras; sus materiales enmohecen, se erosionan, se deterioran con el tiempo, y tienen que ser mantenidos, apoyados y sostenidos. Sus techos filtran, y sus puertas y ventanas tendrán que operar en miles de ocasiones a lo largo de décadas.
Los arquitectos solemos olvidar que ese edificio que todos aspiramos ver convertido en realidad habrá de ser longevo y con probabilidad habrá de superar la vida de su proponente, por lo que tiene que ser duradero en materia y en espíritu, flexible en sistemas y amable ante las expansiones y modificaciones que le serán implementadas durante su vida, para así garantizar su vigencia.
Nosotros los arquitectos, quienes en contadas ocasiones somos dueños de los edificios que proponemos, pero que paradójicamente serán nuestros por siempre, en los diseños arbitramos el desplazamiento, decidimos sobre las visuales, las luces y sobre aquellos sonidos que habrán de moldear las vivencias de cientos o hasta miles de personas. Como hacedores de arquitectura, necesitamos de un espíritu inquieto y hambre por explorar lo nuevo, para así, evolucionando sobre lo ya planteado, planteemos lo no pensado.
Los arquitectos debemos apropiarnos del conocimiento que nos permita dotar ese edificio último, ese que una vez conceptualizamos en la intimidad de nuestro taller, de la forma y volumetría que proyectamos, del color y la textura que visualizamos, de las características térmicas y acústicas que se nos requiera y de la trasparencia o en su opuesto la opacidad que necesitemos. Aspirando que, al final, el objeto una vez construido resulte en una composición armoniosa, nunca producto de la fortuna, sino mas bien el “destilado” consciente de todo lo anterior, ambicionando siempre en nuestros edificios lo excelente, lo consistente y lo adecuado.
El autor, Arq. Luis V. Badillo, es socio de la Firma Méndez, Brunner, Badillo y Asociados (www.mbbarchitects.com) y profesor de la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico.
Los edificios son quizás los objetos más usados, más vistos, más criticados y más recordados; estos techan, albergan y posibilitan la actividad para la cual han sido concebidos. Con el transcurrir de la historia a ellos les exigimos mucho más que el simplemente refugiarnos de las inclemencias del tiempo. La misión de un edificio ha aumentado en cantidad y complejidad, sofisticándose y especificándose cada vez más. Entre otras cosas, esperamos que nos provean confort, viabilicen nuestra agenda, procesen y nos mantengan libres de los desperdicios que nosotros mismos producimos; nos garanticen seguridad manteniéndonos separados, pero al mismo tiempo conectados y no excluidos de ese contexto que nos rodea. Consecuentemente podemos afirmar que un edificio es un complejo mecanismo de apoyo a nuestra vida y a las exigencias de nuestra cotidianidad, por lo que debiese responder al problema de diseño procurando la inclusión y el empleo diestro de las tecnologías disponibles en el momento histórico que es concebido.
Nuestros edificios son sin duda objetos de una gran vocación tecnológica. Pero así como tantos otros artículos de uso cotidiano, su componente tecnológico no debe impedir una expresión estética adecuada. La técnica debe contemplarse temprano en el proceso de diseño, para evitar así que sus dispositivos luzcan como “artefactos” no previstos, tardía y torpemente añadidos a grado tal que lleguen a distraer de otra de las encomiendas primordiales de la buena arquitectura: su “Imagen”.
Un edificio debe responder a un propósito ulterior de carácter casi histriónico, interpretando y reflejando en sus formas y en su tectónica la intención de sí mismo, aquella para la cual fue concebido. De ahí que podamos reconocer un templo y distinguirlo de una residencia, o poder diferenciar un edificio de oficinas de un simple almacén. Esta diferenciación tipológica es esencial para la esquematización y clasificación del paisaje construido, así como para la comunicación y entendimiento no verbal entre los seres humanos. La buena arquitectura, entonces, debe siempre incluir ese valor añadido que trasciende lo evidente para convertirse en un comunicador constante de su razón de ser, a nivel individual y colectivo.
Un edificio es también y antes que nada un objeto material, por lo que su materialidad es esencial y el manejo adecuado de la misma es una de nuestras mayores responsabilidades como arquitectos. No existe arquitectura de excelencia que no contenga una selección acertada de materiales y una inclusión ordenada de sistemas. Es por tanto fundamental el que los arquitectos en nuestro producir nos mantengamos alertas de lo ya mencionado, aceptando el compromiso de entender el funcionamiento y los atributos de las partes del objeto. Debemos habituarnos a incluir en nuestro proceso de selección la evaluación del comportamiento y desempeño de los componentes de nuestros edificios, así como la manera en que los atributos de estos limitaran, aportaran y/o de alguna forma habrán de modificar la expresión última de nuestra Propuesta.
Peligrosamente, en estas últimas décadas nos hemos acostumbrado a conceptualizar nuestra arquitectura en el ambiente “ingrávido” y “aséptico” de los monitores de nuestras computadoras. Ese ambiente donde todo se puede, donde nada se deteriora, donde la gravedad no es factor. Ese ambiente irreal donde la fuerza de los vientos no actúa, el arrastre de las aguas o la inestabilidad de los suelos no existe. En nuestras pantallas los techos son tan extendidos como se nos antoje y las paredes no pesan; por el contrario, nuestros modelos flotan y orbitan mágicamente ante nuestros ojos. Pero el objeto arquitectónico real, ese que todos deseamos alguna vez ver ejecutado, ese edificio en el cual queremos adentrarnos para caminarlo y participar de él, ese no ocurre en la perfección cibernética de un ordenador. En ese objeto último y real sus techos tienen que ser apoyados, sus paredes cargan miles o decenas de miles de libras; sus materiales enmohecen, se erosionan, se deterioran con el tiempo, y tienen que ser mantenidos, apoyados y sostenidos. Sus techos filtran, y sus puertas y ventanas tendrán que operar en miles de ocasiones a lo largo de décadas.
Los arquitectos solemos olvidar que ese edificio que todos aspiramos ver convertido en realidad habrá de ser longevo y con probabilidad habrá de superar la vida de su proponente, por lo que tiene que ser duradero en materia y en espíritu, flexible en sistemas y amable ante las expansiones y modificaciones que le serán implementadas durante su vida, para así garantizar su vigencia.
Nosotros los arquitectos, quienes en contadas ocasiones somos dueños de los edificios que proponemos, pero que paradójicamente serán nuestros por siempre, en los diseños arbitramos el desplazamiento, decidimos sobre las visuales, las luces y sobre aquellos sonidos que habrán de moldear las vivencias de cientos o hasta miles de personas. Como hacedores de arquitectura, necesitamos de un espíritu inquieto y hambre por explorar lo nuevo, para así, evolucionando sobre lo ya planteado, planteemos lo no pensado.
Los arquitectos debemos apropiarnos del conocimiento que nos permita dotar ese edificio último, ese que una vez conceptualizamos en la intimidad de nuestro taller, de la forma y volumetría que proyectamos, del color y la textura que visualizamos, de las características térmicas y acústicas que se nos requiera y de la trasparencia o en su opuesto la opacidad que necesitemos. Aspirando que, al final, el objeto una vez construido resulte en una composición armoniosa, nunca producto de la fortuna, sino mas bien el “destilado” consciente de todo lo anterior, ambicionando siempre en nuestros edificios lo excelente, lo consistente y lo adecuado.
El autor, Arq. Luis V. Badillo, es socio de la Firma Méndez, Brunner, Badillo y Asociados (www.mbbarchitects.com) y profesor de la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico.
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